El paseo con el doctor Barrientos en aquella tarde esplendorosa del primer sábado de la primavera coineña de 2005, lo recuerdo también por el afortunado y gratificante encuentro con estos chavales. Estaban pescando en una isleta creada en medio del caudal de río Grande a su paso por el sólido puente de Villalba, en el antiguo camino de Alozaina.
Me sorprendió verlos allí, tan concentrados en la tarea y formando un tándem que se entendían a la perfección, desempeñando cada uno su cometido con pulcritud y eficacia en ese paraje tan fértil y frondoso como solitario lo era en ese momento.
Nos acercamos a ellos con la clásica pregunta que suele hacerse a los pescadores, y ellos respondieron a la par con abiertas e inocentes sonrisas confirmando que, efectivamente, picaban.
Al acercarnos nos enseñaron satisfechos el cubo de agua donde se movían extraños aquellos peces considerables, y delante de nosotros el más mayorcillo comenzó a montar de nuevo la caña, mientras su alegre amigo le facilitaba el tarro de cristal con el cebo que supo colocar con extremada pericia en el punzante anzuelo.
Aquello no lo había visto nunca, es más jamás hubiera pensado que los gajos de naranjas de mi pueblo pudieran servir para que los peces picaran. Sin embargo, ante nuestra manifiesta sorpresa, ellos, sonrientes, no entendían nuestra extrañeza, lo habían hecho siempre. Fueron sus abuelos, coineños de aquellas verdes huertas, quienes se lo enseñaron, al igual que antes lo aprendieron sus padres en una cadena ancestral de la que, al parecer, el único ignorante era yo.
Luego, al comentar esto con viejos agricultores de los campos coineños, algunos propietarios de huertas en las riberas de río Grande, me contaron que a los peces les gusta mucho las naranjas en todas sus variedades y que tanto le hincan el diente a las de grano, de oro, china, amarga o mandarina, que a las navelate, navelina, nules o clementinas; que se les podía ver a cualquier hora acercarse a la orilla en busca de las que, al caer de los árboles cercanos, rodaban hasta el agua; y que, sin duda, por eso eran tantos y estaban tan buenos y ‘caliosos’.
Nunca volví a ver a estos simpáticos niños, cuyos nombres desconozco y que hoy serán ya adolescentes, a ellos les dedico este recuerdo de color naranja con el deseo de que en sus vidas sigan conservando la misma sana alegría con las que les conocí, que les trate tan bien como ellos a nosotros, y que les enseñe cosas tan bonitas como la que de ellos aprendimos: que hasta a los peces les gusta las naranjas de Coín. |