Abre en cruz su cuerpo sobre la mesa antigua del salón. El corte cruza el pecho que descubre la uva ardiente entre sus manos del silencio enrojecidas y lava en granate su cara. Grazna divertido mientras mira la piel que de bronce se le antoja. Besa tierno los labios blancos, clava en el vientre el laurel dorado de la gloria, toca ansioso la herida que abierta es niña, Dios y Nada y lame sus dedos calientes aún envueltos de ceniza. Bebe del mar la espuma y escupe la memoria entre los dientes rotos de su boca. Sobre el cuerpo que abre en cruz su carne penetra sediento el deseo; cansado detiene desnudo el sexo y de sudor hace el naufragio de los cuerpos. Acaricia la llaga en su lamento, ofrece sus lágrimas de boca a boca y grazna sonriente mientras ladra al vientre seco de laurel dorado y labios blancos. Arde en la llaga y sus dedos de ceniza ensalivados cruzan el pecho buscando la manzana que muerde el latido granate de su vida: negro el yugo ríe insistente. Lame sus dedos y pinta en su cuerpo el silencio; coge el hilo, clava el mundo que es la espina y teje el negro entre sus ojos. Busca en ambos cuerpos su nombre, la dulzura cálida de una madre, la vida en el seno y vientre y vuelve a palpar la herida que abre el Vacío y Dios y no encuentra nada en el sexo, en la voz y en su palabra, en la tierra fértil de los labios blancos ni en la cruz que abre su pecho sobre la mesa antigua que ahora es barca meciéndose en las aguas viejas que bañan al niño, otro río y siempre el mismo, otras aguas siempre heridas. Incrédulo respira en la lengua que solo los muertos hablan. Nadie queda de esas fotografías que cuelgan en la pared como ventanas impávidas de la memoria, como el mapa de un olvido que persiste en el silencio; todos estamos aquí fingiendo que alguna vez creímos vivo el cadáver en el que nos buscábamos, y en nuestros ojos es jaula la mirada que encierra la mentira de ese cuerpo que de laurel dorado hace su estirpe y de blanco besa el miedo y la dolencia. Oculta –satisfecho el sexo y la mentira– ambos cuerpos de ceniza del velo rojo de la sangre. Apenas el sol entra como el hilo entre las sombras oscuras de la noche, cabecea como un barco entre los calmos suspiros que abaten de lado a lado el murmullo de la sangre coagulada entre las aguas viejas siempre heridas que a los niños baña. Cemento y tierra, escombro y polvo: macera en su boca la ardiente uva. Y nadie responde. |
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