A Rafael Pérez Estrada
I
Cuando Heurtebise vino a visitarme
me encontraba en la estación de Albany
a punto de tomar el tren y abandonar para siempre la ciudad.
Le dije al ángel, que apareció con un ala rota,
que tuviera el valor de acompañarme; fue cuando su escolta,
en señal de desaprobación, batió las alas,
pero Heurtebise al fin decidió acompañarme,
pobre Heurtebise, decidió venirse conmigo al suburbio
de la ficción suprema, donde cazaría, de nuevo,
tigres en clima rojo.
II
Hacia las tres de la tarde partimos de Albany a la conquista
de América, acomodados en un reservado nocturno
desde el que se podía observar la evolución de las nubes
alzando solo un poco la cabeza, como en Málaga, España.
La locomotora inició su marcha al compás de The return
of the thin White Duke, bailarín más blanco que el blanco,
más gélido que el Polo Norte, multiplicado urbi et orbi
en las pantallas de la TVC15: la noticia era escalofriante,
un ángel no muere, pero David había muerto,
a mi delicuescente Heurtebise le dije: nada te turbe,
sin embargo, sus ojos de escarcha se tornaron violetas,
seducido por la balada exacta, por las sombras chinescas,
mientras no quitaba ojo a su réplica sobre las praderas
rosáceas del Nuevo Mundo, era el año mil novecientos
setenta y seis y nada le turbaba al frágil Heurtebise.
Mientras tanto las agendas secretas hacían de las suyas
en el vagón-restaurante. Ellas, aspirando boquillas infinitas,
y ellos, enfundados en esmóquines celestes, fajines sangre pichón,
sodomitas de perfección suiza, santificados por el cardenal Rohan
antes de cruzar el puente azul del irás y no volverás.
III
El tiempo nos aguardaba fuera para aniquilarnos
y Heurtebise temblaba, más de frío que de miedo,
en realidad, todo le daba igual. Tal era el placer exultante
que le provocaba la planicie amarilla peinada por el viento
que se puso a lanzar flechas con un carcaj estilo Luis XIII
que manejaba estrepitosamente.
Heurtebise era un espectáculo, pero además, un acontecimiento;
le felicité cuando le exigió al camarero, en tono ordenancista:
¡té y naranjas!, para luego gritar, envalentonado, que un poema
transparente puede oscurecerse si el poeta lo retoca
una y otra vez, mucho peor si toma esa decisión
al caer la tarde, como si escribiera un epitafio en el lecho
de un río donde nunca llueve.
No les voy a engañar: pretendí retener al ángel,
aunque desde el principio intuí que se iría con viento fresco.
Y así fue: Heurtebise, doble del doble, pura impostura, desplegó sus alas,
abrió la ventanilla, y de repente, salió volando, dejándome más solo
que la una, con mi esencia de máscara y mis patéticos accidentes órficos.